Estamos Enamorados, Amamos o Queremos
Autor: Manuel López Espino
Intentaré exponer de forma clara la diferencia de estos conceptos que en muchas ocasiones se usan como sinónimos y en otras sin saber a lo que se están refiriendo. Son palabras sobredimensionadas con mucha carga afectiva y social, llegando a influir en todos los seres humanos hasta ser consideradas los motores del mundo.
El enamoramiento es una emoción donde manda nuestro sistema hormonal y el apego, haciendo que nuestros sentidos se vean contaminados y exageren el deseo y la atracción hacia el objeto o ser del que nos sentimos enamorados por proyectar en ello nuestro propio amor hacia nosotros mismos sin darnos cuenta de ello.
Se suele utilizar para las relaciones de pareja pero no olvidemos que nos podemos enamorar de un coche, una casa, una joya o cualquier otro objeto. Es un estado perturbado de la consciencia que surge en una mente confundida por la intrusión de las hormonas en el cerebro justo ante la presencia física o mental del “objeto” del que nos tiene que informar, dándonos esta información manipulada, sobreestimando el valor del “objeto”. Esta fase puede durar entre unas horas a seis meses en una persona normal, aumentando en la adolescencia donde las hormonas tienen un papel más significativo y controlador.
Al ir contrastando el objeto enamorado con la realidad este va perdiendo fuerza y van apareciendo trazas de realismo hasta que nuestro cerebro deja de engañarnos y nos lo muestra como realmente es, produciendo un cambio en nuestras emociones que pueden cambiar desde el amor, al querer, a la indiferencia o incluso al odio.
Durante la fase de enamoramiento se experimenta un elevado grado de felicidad cuando percibimos que nos aproximamos al objeto de deseo y un elevado grado de sufrimiento al percibir que nos alejamos. Cuanta menor capacidad de frustración tengamos peor llevaremos la pérdida del objeto deseado, llegando incluso al suicidio por no ser capaces de aceptar esa pérdida ni el sufrimiento que conlleva, o tan solo el dolor de ir contrastando la idealización del enamoramiento con la realidad objetiva y aceptar como normal lo que antes estaba idealizado sin transformarlo en defectos. Dándonos cuenta que hemos sido nosotros quienes hemos proyectado nuestros deseos en el objeto sin que este tenga culpa alguna.
Amar es la aceptación real del otro, libre de juicio, en un estado claro de consciencia donde no hay apego ni egoísmo, por lo que no sufrimos al no poseerlo, nos alegramos trabajando activamente para que tenga la libertad de poder elegir que hacer con su vida, al margen que sea a nuestro lado o lejos de nosotros, deseando lo mejor para él. El amor sería el mayor grado de generosidad que puede mostrar un ser humano y tan sólo con ello sentirse pleno y dichoso, experimentando esa emoción nos llenamos de dicha sin esperar nada a cambio.
El amor son las brasas que quedan tras el fogonazo del enamoramiento. Este último tiene mucha más intensidad y serían los fuegos artificiales, algo mágico y deslumbrante que se apaga en poco tiempo, mientras que el amor es algo más profundo y trascendente que crea estabilidad. El amor no tiene por que ser para toda la vida, pero hay que apostar como si así lo fuera, sino se queda en algo transitorio e intrascendente. Sin compromiso, sin entrega no hay ese encuentro de almas, por lo que no es amor. Para que haya amor debemos sentir atracción, confianza y el deseo de hacer feliz al otro, si falla alguno de estos tres principios, desaparece el amor.
Querer es una emoción que nos impulsa hacia el apego y la posesión, hacia el control y el dominio de aquello a lo que se quiere, sin respetar su espacio, sus deseos o sin querer ver lo mejor para el objeto querido, ya que de forma errónea pensamos que nuestra felicidad nos la va a dar la posesión del objeto y su proximidad y el sufrimiento nos vendrá por su perdida.
Estamos cansados de ver como los padres asfixian a los hijos por quererles e idealizarles con apego y enamoramiento en lugar de amor y generosidad, O ver como se rompe una pareja por ese control que se tienen donde frustran todo estado de felicidad y tan solo se basan en el miedo de no perder a su objeto.
Estamos en un mundo globalizado donde se está viendo que las libertades nos hacen ser más persona, dándonos mayor capacidad para pensar y como consecuencia para actuar. Esto hace que las parejas y las familias se rompan por no ser capaces de amar, de ser generosos y sobre todo por no querer cambiar ni aceptar los cambios que se deben producir en la vida de toda relación para no caer en la monotonía y la pérdida de motivación. El primer peligro llega cuando nos damos cuenta que el enamoramiento, no va a durar para siempre, que el otro no es como creíamos, no hace todo perfecto, no me apetece hacer lo mismo que a él en el mismo momento que él quiere, y ya no quiero estar las 24h. del día pegado a él. En ese momento o acepto que gracias a esa persona yo voy a cambiar y dejar de ser uno solo para formar parte de un nosotros, donde podré enriquecerme y sacrificarme para poder sentirme pleno y dichoso, o dejo esa relación y sigo siendo un yo individual, renunciando a todo lo que la pareja conlleva.
El ser humano debe estar en constante cambio individual, enriqueciéndose y aprendiendo para poder aportar algo a esa relación y de esta forma alimentarla y hacerla más rica y con menos apegos. Entendiendo que lo mejor para el ser amado es su crecimiento personal y ayudándole a que lo consiga a la vez que nuestro principal objetivo es enriquecernos como personas en lugar de poseer y tener apego hacia los objetos o las personas. Cambiando nuestra visión es posible que podamos actuar de forma más correcta y que nuestras relaciones mejoren.
Tenemos algunos datos objetivos de algunos estudios hechos en países occidentales que dicen que si el marido es nueve o más años mayor que ella o si se ha casado antes de los 25 años tiene el doble de probabilidad de divorciarse que si no.
Un quinto de las parejas que habían tenido hijos antes del matrimonio se separan, tanto de una relación anterior como con la misma pareja, frente a apenas el 9 por ciento de quienes no tuvieron hijos antes del matrimonio.
Las mujeres que quieren reproducirse mucho más que sus parejas también son más propensas a querer el divorcio.
Las parejas que están en su segundo o tercer matrimonio tienen un 90 por ciento más de probabilidades de divorciarse que una pareja en la que para ambos es el primer enlace.
Aunque no sea una sorpresa, el dinero también aporta su granito de arena, y hasta el 16 por ciento de los encuestados que se habían declarado «pobres» o en los casos en los que el marido – no la mujer – no tenía empleo, se habían separado, mientras que de las parejas con dinero sólo se había separado en el 9 por ciento de los casos.
Esperemos que con los conceptos más claros podamos evitar la desgracia y el sufrimiento que conlleva una ruptura con apego y enamoramiento sin madurez.